Si hubiera sabido entonces lo que estoy empezando a saber ahora

Segunda traducción, esta vez de If I knew then what I’m beginning to know now, de Aubrey Sabala.

Ay, Aubrey. Estás asustada. Nah, aterrorizada.

Estás sentada en el piso de tu departamento en el DC, agotada. En el teléfono – de línea, por su puesto, porque es 1999 – llorando.
Hoy trabajaste ocho horas y después fuiste a la facu y te dieron para leer 250 páginas. Para mañana.

Ya son las 9 de la noche… y lo último que comiste fue el almuerzo, y fue un snack que compraste en una megafarmacia. En este momento tenés aproximadamente U$S 42 en el banco, y estás con hambre y cansada y cuestionándote todo y ya no creés que puedas llegar a lograrlo.

Estás metiéndote de lleno con la facu y tenés que trabajar todo el día y no sos de las que abandonan.
Vos. No. Abandonás.
Pero.
Pensás que necesitás hacerlo.
No podés bancarte U$S65.000 por año, y, aunque las clases son interesantes, no sabes cómo es que efectivamente van a ayudarte en tu carrera. Porque, asumámoslo: No. Tenés. Idea.

Llamás a tus padres (tenés 22 y eso es lo que tenés que hacer).
Sos una buena chica y no querés decepcionarlos. Ellos se endeudaron para que puedas ir a la facultad que amabas, esa institución de otro estado que les cuesta decenas de miles de dólares.

Lo hiciste bien. Sobresaliste.
Te esforzaste con Biología y Genética porque te fueron un desafío, y tomaste clases de Escritura y Marketing en las que sabías que tenías el 10 seguro para mantener tu promedio y así poder estudiar Medicina después. Pero lo que realmente estabas haciendo era estudiar lo que te salía naturalmente fácil. Estabas haciendo lo que amabas. Lo que seguís amando.

Pero eso te trajo acá, a esta noche en el frío piso de una cocina, cagadísima en las patas de admitir que pudiste haber elegido mal. De que te habías anotado “en secreto” a esta facultad, como alternativa a estudiar Medicina. Porque en lo más profundo de tu ser sabías que trabajar en un laboratorio con la genética no era realmente lo tuyo.
Hiciste tu apuesta, y pagó llevándote a Georgetown, en este nuevo y prestigioso programa.
Tuviste suerte.

Estás. Cagadísima.

Le decís a tus padres que te vas a tomar un tiempo sabático. Ellos lo cuestiona. Pero no hay mucha opción, realmente: lo vas a hacer.

Empezás a trabajar full time.
Comenzás a hartarte del DC, odiás la política de la ciudad.
Trabajás demasiado.
Te enganchás con un flaco que tiene novia y no podés entender por qué no te elije a vos.
Te mudás a Atlanta.
Compartís tu habitación con un loco cualquiera.
Empezás a disfrutar la vida.
Empezás a disfrutar el trabajo.
Empezás a estar cada vez menos asustada.
Comprás una casa.
Tenés un perro.
Tu plan de mudarte a Nueva York y escribir para una revista no ocurre.
El 11 de septiembre sí ocurre.
Tus padres se separan después de que tu papá logre escapar de la Torre Uno del World Trade Center y conozca a una mujer que ahora es su esposa.
Empezás a trabajar para Google.
La gente lo pronuncia “Gugul” y te pregunta si sos millonaria cuando empeza a cotizar en bolsa. Gente de atlanta… no son muy finos.
Te mudás a California.
Conseguís trabajo nuevo.
Después, tras unos años, otro más.
Ganás confianza y te das cuenta de que eso que viniste negando, esa cosita de escribir, es lo tuyo. Es lo que siempre fue lo tuyo.

Hacés nuevos amigos.
Finalmente encajás en algún lado.
Tomás riesgos y te mandás un montón de cagadas y tomás demasiado y te decepcionás y te enamorás del hombre equivocado… Y después volvés a hacer todo eso de vuelta. Un par de veces.

Se te pasa el amor por California y te mudás a Nueva York. Y, mierda, ES JODIDO.
Ahora tenés 30 y sos soltera y trabajás demasiado y priorizás las cosas equivocadas. Y tenés una tendencia a evitar las cosas difíciles, las cosas reales.

Nunca llorás.

Te armaste una pared y le mostrás a la gente la persona que creés que quieren ver. Trabjás en marketing, y sos tu mejor proyecto. ¿Tu marca? Pinta bien. Es radiante y feliz y funciona.
Sos miserable.

Y estás manejando en un auto con un hombre con el que saliste un par de veces y te dice que le parece que estás deprimida. Y te das cuenta de que lo estás.
Y querés escapar. Querés evitarlo y correr y no sentir porque si empezás a sentir, no hay vuelta atrás. Tenés miedo de llorar por podrías no parar nunca.

Pero…

Recordás a esa veinteañera aterrorizada en el piso de la cocina. Y 14 años más tarde, querés decirle a ella que todo va a estar bien. Porque lo va a estar.

Entonces, en vez de correr, escapar, te ponés firme. Sentís. Llorás y, sí, parece que nunca vas a parar. Pero parás.
Vas a un terapeuta (estás en Nueva York, casi que mandatorio acá).
Empezás a cambiar, de a poquito. Es sutil, pero poderoso.
Empezás a ser honesta con vos misma… Brutalmente honesta.
Empezás a tomar decisiones diferentes, pero cada tanto volvés a los viejos hábitos. Está bien: un día a la vez.
Sos paciente y cuidadosa y compasiva con vos misma. Y es muy, muy duro.
Realmente. Duro.

Pero, ¿Aubrey? Vos conseguiste esto. Estabas bien, y ahora estás bien, y vas a seguir estándo bien.

Entonces escribís esto, una carta abierta a vos misma.
Y la publicás porque es hora de actuar con vulnerabilidad.
Y honestidad.
Y tal como aquella Aubrey joven, en el suelo de la cocina, con lágrimas en la cara, te sentís liberarte de algo que tenías agarrado adentro.
Y es un comienzo.
Es hoy.